lunes, 24 de octubre de 2011

Cómo Pinocho aprendió a leer por Alberto Manguel

La gente no sabe el tiempo y el esfuerzo que son necesarios para aprender a leer. Yo vengo intentándolo desde hace ochenta años, y aún no puedo afirmar que lo haya logrado.

GOETHE, Conversaciones con Eckermann

La primera vez que leí Las aventuras de Pinocho de Carlos Collodi fue hace mucho tiempo, en Buenos Aires, cuando tenía ocho o nueve años, en una imprecisa traducción al castellano con los dibujos originales en blanco y negro de Mazzanti. Vi la película de Disney más tarde, y me irritó encontrar una multitud de cambios: el asmático Tiburón que se tragó a Gepetto se había convertido en Monstro la Ballena; el grillo, en vez de desaparecer y reaparecer, había adoptado el nombre de Jiminy y perseguía a Pinocho con buenos consejos; el gruñón de Gepetto se había transformado en un anciano agradable que tenía un pececito llamado Cleo y un gato de nombre Fígaro. Y faltaba la mayoría de los episodios más memorables. Por ejemplo, en ninguna parte Disney mostraba a Pinocho (como lo hacíaCollodi en la que para mí era la escena más pesadillesca dellibro) presenciando su propia muerte cuando, después de negarse a tomar su medicina, cuatro conejos «negros como tinta» vienen a llevárselo en un pequeño ataúd negro. En la versión original, el tránsito de Pinocho de la madera a la carne y la sangre era para mí una búsqueda tan emocionante como la de Alicia cuando trata de encontrar la salida del País de las Maravillas o la de Ulises en pos de su amada Ítaca. Salvo por el final: cuando, en las últimas páginas, Pinocho encuentra su recompensa y se convierte «en un apuesto muchacho de cabellos castaños y ojos celestes», me alegré, pero de todas formas sentí una extraña insatisfacción.


No lo sabía en aquel entonces, pero creo que me encantaron Las aventuras de Pinocho porque son aventuras de aprendizaje. La saga del títere es la de la educación de un ciudadano, la antigua paradoja de alguien que quiere entrar en la sociedad normal mientras al mismo tiempo trata de descubrir quién es en realidad; no cómo se presenta a los ojos de los demás, sino a los suyos. Pinocho quiere ser «un niño de verdad», pero no cualquier niño, no una versión obediente y pequeña del ciudadano ideal. Pinocho quiere ser el que es debajo de la madera pintada. Por desgracia (puesto que Collodi interrumpe la educación de Pinocho antes de esa epifanía), no lo consigue del todo. Pinocho se convierte en un buen muchachito que ha aprendido a leer, pero jamás en un lector.Desde las primeras páginas, Collodi plantea un conflicto entre Pinocho el rebelde y la sociedad de la que quiere formar parte.

Incluso antes de adquirir la forma de un títere, se presenta como un pedazo de madera rebelde. No cree en «ser visto y no oído» (lema que se aplicaba a los niños en el siglo XIX) y provoca una disputa entre Gepetto y su vecino (otra de las escenas borradas por Disney). Luego tiene un berrinche porque se entera de que no hay nada que comer salvo unas pocas peras, y cuando se queda dormido junto al fuego y se quema los dos pies, espera que Gepetto (el representante de la sociedad) le fabrique unos nuevos. Nada más justo: hambriento y lisiado, Pinocho el rebelde no se resigna a permanecer sin alimento o inválido en una sociedad que debería suministrarle alimento y atención médica. Pero también es consciente de que sus demandas a la sociedad deben ser correspondidas. Por lo tanto, después de recibir comida y nuevos pies, le dice a Gepetto: «Para pagarle lo que usted ha hecho por mí, desde este momento iré a la escuela». En la sociedad de Collodi, la escuela es el lugar donde se empieza a demostrar que se es responsable. Es el centro de entrenamiento para convertirse en alguien capaz de «pagar» la atención y los cuidados de la sociedad. Pinocho lo resume de la siguiente manera: «Hoy mismo en la escuela quiero aprender a leer, mañana aprenderé a escribir y pasado aprenderé aritmética. Luego, con lo que he aprendido ganaré mucho dinero, y con lo primero que tenga en el bolsillo le compraré a mi padre una hermosa chaqueta de lana. ¿Qué digo de lana? Le compraré una toda bordada de plata y oro, con botones de diamantes. Bien se lo merece el pobre, porque, después de todo, para comprarme libros y educarme se ha quedado en mangas de camisa… ¡en pleno invierno!». Puesto que para comprar a Pinocho un libro de lectura (esencial para asistir a la escuela) Gepetto ha vendido su chaqueta. Gepetto es pobre, pero en la sociedad de Collodi la educación requiere sacrificio.

El primer paso, entonces, para convertirse en ciudadano es aprender a leer. Pero ¿qué significa eso de «aprender a leer»? Muchas cosas.

- Primero, el proceso mecánico de aprender el código de escritura en el que está codificada la memoria de una sociedad.

- Segundo, el aprendizaje de la sintaxis por la que ese código se gobierna.

- Tercero, el aprendizaje de cómo las inscripciones en ese código sirven para conocer de una manera profunda, imaginativa y práctica nuestra identidad y la del mundo que nos rodea. Este tercer aprendizaje es el más difícil, el más peligroso y el más poderoso; y el que Pinocho jamás podrá alcanzar. Toda clase de presiones —las tentaciones con que la sociedad lo aparta de su meta, las burlas y los celos de sus compañeros, los fríos consejos de sus preceptores morales— crean para Pinocho una serie de obstáculos casi insuperables para convertirse en lector. Los gobiernos siempre han manifestado una opinión módicamente entusiasta sobre la actividad de la lectura. No es casual que en los siglos XVIII y XIX se aprobaran leyes que prohibían enseñar a leer a los esclavos, incluso la Biblia, puesto que (según se sostenía con razón) cualquiera que pudiera leer la Biblia también podría leer un panfleto abolicionista. Los esfuerzos y las estratagemas que los esclavos idearon para aprender a leer son prueba suficiente de la relación entre la libertad civil y el poder del lector, y del temor que esa libertad y ese poder han infundido en toda clase de gobernantes.

Pero en una sociedad que se define como democrática, antes de considerar la posibilidad de aprender a leer, las leyes de esa sociedad tienen que satisfacer un número de necesidades básicas: alimento, vivienda, atención sanitaria. En un conmovedor ensayo sobre la sociedad y el aprendizaje, Collodi expresó la siguiente opinión sobre el intento de los republicanos de establecer un sistema de escolaridad obligatoria en Italia: «Según veo, hasta ahora hemos pensado más en la cabeza que en el estómago de las clases que sufren y tienen necesidades. Ahora pensemos un poco más en el estómago». Pinocho, a quien el hambre no le es desconocida, tiene conciencia plena de ese primer requisito. Cuando se imagina lo que haría si tuviera cien mil monedas y se convirtiera en un caballero adinerado, sueña con un hermoso palacio con una biblioteca «llena a reventar de frutas acarameladas, pasteles, mantecadas, tartas de almendras y obleas rellenas de nata». Los libros, como bien sabe Pinocho, no sirven para alimentar un estómago con hambre. Cuando sus traviesos compañeros le arrojan los libros con tan mala puntería que caen en el mar, una bandada de peces sube nadando a la superficie para mordisquear las páginas empapadas, pero las escupen de inmediato diciendo: «Esto no es para nosotros; estamos acostumbrados a comer mucho mejor». En una sociedad en la que no se satisfacen las necesidades básicas de los ciudadanos, los libros son un pobre alimento; si se los usa mal, pueden ser mortales. Cuando uno de los niños le arroja a Pinocho un grueso y encuadernado Tratado de aritmética, en vez de acertarle al títere el libro golpea a otro de los muchachos en la cabeza y lo mata. Cuando no se usa, cuando no se lee, el libro es un arma mortal.

A pesar de que la sociedad establece un sistema para satisfacer esos requisitos básicos y para instaurar la educación obligatoria, también le ofrece a Pinocho distracciones de ese sistema, tentaciones de entretenimientos que no requieren pensamiento ni esfuerzo. Primero bajo la forma de la zorra y el gato, quienes le dicen a Pinocho que la escuela los ha dejado a una coja y al otro ciego; luego en la creación del País de los Juguetes, que Espárrago, el amigo de Pinocho, describe con las siguientes, seductoras palabras: «Allí no hay escuelas; allí no hay maestros; allí no hay libros […]. ¡Ésa es la clase de sitio que a mí me gusta! ¡Así deberían ser todos los países civilizados!». Los libros, con razón, se asocian en la mente de Espárrago con la dificultad, y la dificultad (tanto en el mundo de Pinocho como en el nuestro) ha adquirido un sentido negativo que no siempre tuvo. La expresión latina Per ardua ad astra, «A través de las dificultades alcanzamos las estrellas», es casi incomprensible para Pinocho (como para nosotros), puesto que se espera que todo pueda obtenerse con el menor esfuerzo posible.

Pero la sociedad no estimula esa búsqueda necesaria de la dificultad, ese incremento de la experiencia. Una vez que Pinocho ha sufrido sus primeras desventuras y ha aceptado la escuela y se ha convertido en un buen alumno, los otros muchachos comienzan a atacarlo por ser lo que hoy en día llamaríamos «un empollón» y se ríen de él por «prestar atención al maestro».

«¡Hablas como un libro!», le dicen. El lenguaje puede permitirle al hablante permanecer en la superficie del pensamiento, repitiendo eslóganes dogmáticos y lugares comunes en blanco y negro, transmitiendo mensajes en vez de significado, poniendo el peso epistemológico en el oyente (como en la frase «Ya sabes a qué me refiero»). O puede ayudarle a intentar recrear una experiencia, dar forma a una idea, explorar en profundidad y no sólo en la superficie la intuición de una revelación. Para los otros muchachos, esa distinción es invisible. Para ellos, el hecho de que Pinocho hable «como un libro» es suficiente para sindicarlo como marginal, como un traidor, un recluso en su torre de marfil.

La sociedad, finalmente, pone en el camino de Pinocho a un número de personajes que deben servirle como guías morales, como Virgilio en su exploración de los círculos infernales de este mundo. El grillo, a quien Pinocho aplasta contra una pared en un capítulo anterior pero que milagrosamente sobrevive para ayudarlo mucho más adelante en el libro; el Hada Azul, que se le aparece primero bajo la forma de una hermosa niña de cabellos azules en una serie de encuentros de pesadilla; el atún, un filósofo estoico que le dice a Pinocho, después de que el monstruo marino se ha tragado a ambos, que «acepte la situación y espere a que el tiburón nos digiera a los dos». Pero todos esos «maestros» abandonan a Pinocho a sus propios sufrimientos, poco dispuestos a hacerle compañía en los momentos de oscuridad y angustia. Ninguno de ellos le explica cómo reflexionar sobre su propia condición, ninguno lo alienta a descubrir qué significa su deseo de «convertirse en un muchacho». Como si recitaran manuales escolares sin alentar las lecturas personales, esas figuras magistrales sólo están interesadas en la apariencia académica de la enseñanza, en la que la atribución de los papeles —maestro contra alumno— se supone que debe ser suficiente para que el «aprendizaje» tenga lugar. Como maestros, son inservibles, porque creen que sólo deben rendir cuentas a la sociedad y no al alumno.

A pesar de todas esas limitaciones —las diversiones, el desdén, el abandono—, Pinocho consigue subir los dos primeros escalones de la escalera de aprendizaje de la sociedad: aprende el alfabeto y aprende a leer la superficie de un texto. En este punto se detiene. A partir de ese momento los libros se convierten en lugares neutrales en los que ejercitar ese código aprendido con el objeto de extraer una moraleja convencional al final. La escuela lo ha preparado para leer propaganda.

Debido a que Pinocho no ha aprendido a leer en profundidad, a entrar en un libro y explorarlo hasta sus límites a veces inalcanzables, siempre ignorará que sus propias aventuras tienen fuertes raíces literarias. Su vida (él no lo sabe) es de hecho una vida literaria, un compuesto de antiguos relatos en los que él podría algún día (cuando aprenda a leer de verdad) reconocer su propia biografía. En Las aventuras de Pinocho resuena una multitud de voces literarias. Es un libro sobre la búsqueda de un padre por un hijo y la búsqueda de un hijo por un padre (una subtrama de la Odisea, que Joyce descubriría posteriormente); sobre la búsqueda de uno mismo, como en la metamorfosis física del héroe de Apuleyo en El asno de oro y la metamorfosis psicológica del príncipe Hal en Enrique IV; sobre el sacrificio y la redención según se enseñan en las historias de la Virgen María y en las sagas de Ariosto; sobre los arquetípicos ritos de pasaje, como en los cuentos de hadas de Perrault (que Collodi tradujo) y en la terrenal commedia dell’arte; sobre los viajes a lo desconocido, como en las crónicas de los exploradores del siglo XVI y en Dante. Puesto que Pinocho no ve los libros como fuentes de revelaciones, los libros no le devuelven, reflejada, su propia experiencia. Cuando Vladimir Nabokov enseñaba a sus estudiantes a leer a Kafka, les señalaba que en realidad el insecto en el que Gregor Samsa se transforma es un escarabajo alado, un insecto que porta alas bajo la armadura de su lomo, y que si Gregor las hubiese descubierto, podría haber huido. Luego Nabokov añadía:

«Son muchos los jóvenes que crecen como Gregor, sin saber que ellos también tienen alas y pueden volar». Pinocho tampoco se habría dado cuenta de eso si se hubiera topado con La metamorfosis. Lo único que puede hacer, después de aprender a leer, es recitar como un loro el texto del manual.

Asimila las palabras que están en la página, pero no las digiere: los libros no pasan a ser de verdad suyos porque él, al final de sus aventuras, sigue siendo incapaz de aplicarlos a su experiencia. En el último capítulo, el aprendizaje del alfabeto le lleva a asumir una identidad humana y a mirar al títere que fue con divertida satisfacción. Pero, en un volumen que Collodi jamás escribió, Pinocho sigue teniendo que enfrentarse a la sociedad con un lenguaje imaginativo que los libros podrían haberle enseñado a través de la memoria, la asociación, la intuición y la imitación. Después de la última página, Pinocho por fin está listo para aprender a leer.

La superficial experiencia de lectura de Pinocho es exactamente opuesta a la de otro héroe (o heroína) errante. En el mundo de Alicia, el lenguaje recupera su esencial y rica ambigüedad y cualquier palabra (según Humpty Dumpty) puede usarse para decir lo que el hablante desea. Aunque Alicia rechaza esas arbitrarias suposiciones («Pero “gloria” no significa “un argumento bien expresado”», le dice al engreído Humpty Dumpty), esta alborotada epistemología es la norma en el País de las Maravillas. Mientras en el mundo de Pinocho el significado de una historia impresa es inequívoco, en el mundo de Alicia el significado de «Jabberwocky», por ejemplo, depende de la voluntad de su lector. (Tal vez sea útil recordar en este punto que Collodi escribía en una época en la que por primera vez se establecía de manera oficial el idioma italiano, escogido entre numerosos dialectos, mientras que el inglés de Lewis Carroll se había «fijado» mucho tiempo antes y se lo podía explorar y cuestionar con una relativa seguridad.)

Cuando hablo de «aprender a leer» (en el sentido más pleno que he mencionado más arriba), me refiero a algo que se encuentra entre estos dos estilos y filosofías. La escuela de Pinocho responde a las restricciones de la escolástica que, hasta el siglo XVI, era el método oficial de aprendizaje en Europa. En el aula escolástica se suponía que el estudiante debía leer como dictaba la tradición, siguiendo unos comentarios preestablecidos que se aceptaban como autoridad. El método de Humpty Dumpty es una exageración de las interpretaciones humanistas, un punto de vista revolucionario según el cual cada lector o lectora debe abordar el texto en las condiciones que él o ella impone.

Umberto Eco limitó de una manera útil esta libertad del lector al notar que «los límites de la interpretación coinciden con los límites del sentido común», a lo que, por supuesto, Humpty Dumpty podría responder que lo que es sentido común para Umberto Eco puede no serlo para él. Pero, para la mayoría de los lectores, el concepto de «sentido común» conserva cierta claridad compartida que debería ser suficiente. «Aprender a leer», entonces, consiste en adquirir los medios para apropiarse de un texto (como hace Humpty Dumpty) y también tomar parte de las apropiaciones de otros (como podría haber sugerido el maestro de Pinocho). En este ambiguo campo entre la posesión y el reconocimiento, entre la identidad impuesta por otros y la identidad que uno mismo descubre, se encuentra, según creo, el acto de leer.

Hay una feroz paradoja en el seno de todo sistema escolar.

Una sociedad precisa impartir el conocimiento de sus códigos a sus ciudadanos, de manera que éstos puedan tener una participación activa en ella; pero el conocimiento de ese código, más allá de la mera capacidad de descifrar un eslogan político, un anuncio publicitario o un manual de instrucciones básicas, permite a esos mismos ciudadanos cuestionar esa sociedad, dejar al descubierto sus males e intentar un cambio. En el mismo sistema que le permite funcionar como sociedad se encuentra el poder de subvertirla, para mejor o para peor. De manera que el maestro o la maestra, la persona a quien esa sociedad le ha asignado la tarea de enseñar a sus nuevos miembros los secretos de sus vocabularios compartidos, se convierte, en realidad, en un peligro, un Sócrates capaz de corromper a los jóvenes, alguien que debe, por un lado, continuar enseñando indefectiblemente y, por el otro, someterse a las leyes de la sociedad que le ha otorgado ese puesto. Someterse incluso hasta la autodestrucción, como ocurrió con Sócrates. Un maestro se encuentra atrapado para siempre en ese doble aprieto: enseñar para que los estudiantes piensen por su cuenta, pero enseñar de acuerdo con una estructura social que impone un freno al pensamiento. La escuela, tanto en el mundo de Pinocho como en el nuestro, no es un campo de entrenamiento para convertirse en un niño mejor y más pleno, sino un lugar de iniciación al mundo de los adultos, con sus convenciones, sus requisitos burocráticos, sus tácitos acuerdos y su sistema de castas. No existe nada parecido a una escuela para anarquistas y, sin embargo, en cierto sentido, cada maestro o maestra debe enseñar el anarquismo, debe enseñar a los estudiantes a cuestionar las reglas y los reglamentos, a pedir explicaciones al dogma, a enfrentarse a las consecuencias sin rendirse a los prejuicios, a encontrar un lugar desde el cual expresar sus propias ideas, incluso aunque eso implique oponerse a, y en último lugar librarse de, ese mismo maestro.

En ciertas sociedades en las que el acto intelectual posee un prestigio propio, como en muchas sociedades indígenas, al maestro (al mayor, al chamán, al instructor, al encargado de preservar la memoria de la tribu) le es más fácil cumplir sus obligaciones, puesto que en esas sociedades la mayor parte de las actividades están subordinadas al acto de enseñar. Pero en otras, en Europa y en América del Norte, por ejemplo, el acto intelectual no tiene ninguna clase de prestigio. El presupuesto asignado a la educación es el primero que se reduce; la mayoría de nuestros gobernantes apenas saben leer; nuestros valores nacionales son puramente económicos. Se elogia de la boca para afuera el concepto de alfabetización y los libros se celebran en actos oficiales, pero de hecho, en las escuelas y en las universidades, por ejemplo, la ayuda financiera de la que se dispone es altamente insuficiente. Además, en la mayor parte de los casos, ésta se invierte más en equipos electrónicos (gracias a una feroz presión de la industria) que en la letra impresa, con la excusa voluntariamente errónea de que el soporte electrónico es más barato y más perdurable que el del papel y la tinta. Como consecuencia, las bibliotecas de nuestros centros de estudio están perdiendo con rapidez un terreno esencial. Nuestras leyes económicas favorecen el continente en lugar del contenido, ya que aquél puede comercializarse de una manera más productiva y parece más seductor. Para vender tecnología electrónica, nuestras sociedades publicitan sus dos características principales: rapidez e inmediatez. «Más veloz que el pensamiento», sostiene el anuncio de cierto powerbook, un eslogan que sin duda la escuela de Pinocho habría aprobado. Es una oposición válida, puesto que el pensamiento requiere tiempo y profundidad, las dos cualidades esenciales del acto de leer.

Educar es un proceso lento y difícil, dos adjetivos que en nuestra época se han convertido en fallas en vez de ser expresiones de elogio. Hoy en día parece casi imposible convencer a la mayoría de nosotros de los méritos de la lentitud y el esfuerzo deliberado.

Sin embargo, Pinocho sólo puede aprender a leer si no tiene prisa, y sólo se convertirá en un individuo pleno a través del esfuerzo requerido para aprender despacio. Ya sea en la era de Collodi, con sus textos escolares que los alumnos repiten como loros, o en la nuestra, con sus informaciones casi infinitas y regurgitadas, es bastante fácil ser superficialmente letrado, seguir una comedia televisiva, entender el juego de palabras de un anuncio publicitario, leer un eslogan político, usar un ordenador. Pero para llegar más lejos y más profundo, para tener el coraje de enfrentarnos a nuestros temores y dudas y secretos ocultos, para cuestionar el funcionamiento de la sociedad respecto de nosotros mismos y del mundo, necesitamos aprender a leer de otra manera, de forma distinta, que nos permita aprender a pensar. Tal vez Pinocho se convierta en un muchacho al final de sus aventuras, pero en definitiva seguirá pensando como un títere.

Casi todo lo que nos rodea nos alienta a no pensar, a contentarnos con lugares comunes, con un lenguaje dogmático que divide el mundo claramente en blanco y negro, en bueno y malo, en ellos y nosotros. Es el lenguaje del extremismo, que en estos días aparece por todas partes, para recordarnos que no ha desaparecido. A las dificultades de reflexionar sobre las paradojas y las preguntas no contestadas, sobre las contradicciones y el orden caótico, respondemos con el antiquísimo grito de Catón el Censor en el Senado romano: Cartago delenda est!, «¡Hay que destruir Cartago!»; no debe tolerarse la otra civilización, el diálogo debe evitarse, el liderazgo debe imponerse a través de la exclusión o la aniquilación. Éste es el grito de docenas de políticos contemporáneos. Es un lenguaje que finge comunicar pero que, bajo distintos disfraces, no hace más que intimidar; no espera ninguna respuesta, excepto un silencio obediente. «Sé sensato y bueno —le dice el Hada Azul a Pinocho en el final del libro— y serás feliz.» Muchos eslóganes políticos podrían reducirse a ese consejo falaz y peligroso.

Salir del restringido vocabulario de lo que la sociedad considera «sensato y bueno» para entrar en otro más amplio, más abundante y, sobre todas las cosas, más ambiguo, es aterrador, porque ese otro reino de palabras no tiene límites y es un equivalente perfecto del pensamiento, de la emoción y de la intuición. Ese vocabulario infinito está abierto para nosotros si nos tomamos el tiempo y hacemos el esfuerzo de explorarlo, y durante nuestros muchos siglos ha forjado palabras de la experiencia para devolvernos el reflejo de esa experiencia, para permitirnos entender nuestro universo. Es más grande y más perdurable que la biblioteca soñada de Pinocho, llena de dulces, porque metafóricamente la incluye y en concreto puede llevarnos a ella permitiéndonos imaginar las maneras en que podemos cambiar una sociedad en la que Pinocho pasa hambre, sufre golpes, es explotado, se le niega el estado de la niñez, se le pide que sea obediente y feliz en su obediencia. Imaginar es disolver las barreras, no hacer caso a los límites, subvertir la visión del mundo que se nos ha impuesto. Aunque Collodi fue incapaz de otorgar a su títere ese estado final de autodescubrimiento, intuía, creo, las posibilidades de sus facultades imaginativas. E incluso en el momento en que afirmaba la importancia del pan por encima de las palabras, sabía muy bien que cada crisis de la sociedad es, en definitiva, una crisis de la imaginación.

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